Y
vaya que es difícil encontrar nuestro lugar en el mundo. Pero cuando eso
implica fastidiar a los demás…
La
primera vez que pisé un taller de escritura fue en un lugar donde el “maestro” resultó
ser una de esas personas que hubieses deseado nunca conocer. En la primera
clase, dio la bienvenida a los alumnos nuevos dándonos consejos como: “no lean
Bestsellers ni a escritores que salen mucho por televisión” (?). Incluso uno de
los alumnos “más adelantados” agregó diciendo que tampoco leyéramos a una
autora inglesa exitosa que le gustaba escribir en cafeterías (!). Todos se
rieron. Yo no. De todas maneras, decidí ver qué tanto podría aprender ahí. Y
vaya que aprendí mucho en ese primer taller.
Entre
la interesante fauna de aquel lugar, había dos muchachos, un chico y una chica,
quienes se sentían dioses por llevar tres años participando en dicho taller.
Tenían la costumbre de desdeñar los textos de todos los alumnos. Yo no
soportaba la expresión de la chica, quien daba un intenso suspiro antes de
opinar sobre el trabajo de alguien, como si hubiera sido una tortura haber
escuchado un texto tan malo. También había una chica poeta quien se creía la
estrella porque le iban a publicar un libro de poemas; tenía una cara de
amargada tan sombría que parecía no conocer la felicidad; además, torcía los
ojos cuando escuchaba el texto de algún alumno, como si no estuviera a su
altura. Y no sólo eso. Cuando la clase terminaba, el maestro tenía la costumbre
de que todos fuéramos a una cafetería cercana, para seguir comentando nuestros
trabajos (o más bien, para seguir confirmando que aquel “maestro” era un genio
y que había que mostrarle nuestra admiración).
Un
día, un muchacho llevó un poema con un tema muy alegre, donde exaltaba la vida
de los poetas. Le dijeron que, más que un poema, parecía una canción de trova,
burlándose de él. Esa. Esa era la constante de aquel taller: la burla, y
comenzando por el maestro (tenía que dar el ejemplo
y difundir su escuela, ¿no?) A la semana
siguiente, el muchacho ya no regresó.
A
mí también me fue mal. Cuando llevé mi primer cuento, dijeron que estaba mucho
muy largo; y el segundo, el que escribí obedeciendo los consejos que me habían dado,
resultó ser muy escueto. Además, el maestro remató diciendo que me faltaba experiencia.
(Bueno, si apenas era mi tercer día en el taller, era obvio que no tenía ninguna
experiencia.)
No
me molestó que me dijera eso: yo en verdad estaba consciente de que no sabía
nada. Pero por eso, y por muchas cosas más que vi, decidí desertar. Muchos
dicen que escapar de algo es igual a rendirse, porque no tuviste la valentía de
enfrentarte a ese reto. Tal vez sea verdad. Pero también es verdad que decidí
dejar aquel lugar porque estaba seguro de que ahí NO aprendería nada. Bueno,
aprendí a no querer ser como ellos. (De hecho, fue el primero de dos que
abandoné.)
Por
suerte, poco después encontré un taller de verdad, donde no sólo comencé el difícil
viaje de tratar de aprender a escribir, sino que también confirmé que el otro
lugar no tenía el derecho de llamarse “taller de escritura”.
Como
dije al principio, todos buscamos nuestro lugar en el mundo, y esos pobres
diablos (el “maestro” y sus dos “alumnos”) ya habían encontrado el suyo. Ahora
nos toca buscar el nuestro.
Mario Ramírez Monroy
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