25 de agosto de 2012

LOS DESPERFECTOS DE UN TALLER


Hace algunos años estuve en un taller de creación literaria donde había una alumna que seguido interrumpía las clases para dar sus comentarios, los cuales casi siempre no eran muy acertados. Uno de ellos fue cuando un alumno llevó un manuscrito donde su personaje era un psicólogo muy respetado que tenía doble personalidad, la cual se manifestaba por las noches mostrando su lado oscuro que nadie conocía. De inmediato, la alumna lo interrumpió argumentado que eso no era posible porque ella conocía a un psicólogo muy serio que jamás se comportaría así, y que ese texto resultaba un insulto para la profesión. Por más que le dijimos que los personajes interesantes son así (sin contar que todos en la vida real tenemos nuestras contradicciones), aquella alumna no quiso entender. Pero lo peor fue que la maestra no dijo nada; probablemente por respeto ya que la alumna era una mujer madura; no obstante, creo que tenía la obligación de corregirla. Sin embargo, eso no fue lo peor.

Esta mujer decía trabajar en la dependencia de una editorial, por eso creía tener autoridad para comentar, y uno de sus comentarios me afectó a mí por algunos años. En una clase, la maestra nos enseñó algunos trucos para escribir con más propiedad, donde hablamos en especial del relativo que. Y esta bella mujer sacó a colación el abuso que solemos hacer de dicha palabra. Incluso comentó que el mismo Ernesto Sábato abusó del relativo en un solo párrafo de su novela Sobre héroes y tumbas. “Así es –dijo ella-, el mismo Sábato escribió más de cinco “ques” en un solo párrafo, injustificadamente”. Y como la maestra tampoco comentó nada, pues yo pensé que la alumna tenía razón, y estuve al menos tres años evitando a toda costa escribir el relativo “que” en mis textos. No fue sino hasta que un día me puse a analizar títulos de buenos escritores, y vi que escriben varios “ques” en sus obras. Claro, sé que no debemos abusar de ellos, mientras más les demos la vuelta mejor, pero…

No obstante, creo que así como hay que escuchar a los que saben, también siempre hay que dudar a quienes creen saber.

Mario Ramírez Monroy

23 de agosto de 2012

REPETIR O NO REPETIR, DE ESO SE TRATA


Hay persona a quienes se les debería prohibir su ingreso a los talleres de creación literaria, así el mundo de los aspirantes a escritores sería mucho mejor.
Una vez, en un taller de literatura infantil y juvenil en donde estuve, había una alumna. Desde el primer día tenía todo para caer mal. Llegó en actitud de intelectual y nos dijo (eso jamás lo olvidaré en toda mi vida) que se había inscrito a ese taller porque tenía el proyecto de escribir una novela negra, una novela erótica y una novela infantil, y por eso quería aprender a escribir para niños. Bueno, cada quien tiene sus objetivos, pensé.
Recuerdo el día cuando llevé un texto para que lo revisaran los demás. A cada uno le di su respectiva copia y esperé a que me marcaran mis errores. Cuando aquella chica me regresó mi texto (haciendo un gesto como de haber leído algo muy malo) sólo me había subrayado todas las veces que repetí el nombre de mi protagonista.
Sé que una de las reglas de la escritura es evitar las repeticiones. Al no repetir tanto los nombres, adjetivos, verbos y demás, nos hace pensar en otras opciones y esto mejora nuestros trabajos. Sin embargo, a pesar de que conocía esta regla, sentí que no podía dejar de repetir el nombre porque se prestaría a confusiones, en verdad no me quedó de otra, mi texto me pidió que lo hiciera.
Cuando a la maestra le tocó el turno de dar su opinión sobre mi texto, jamás mencionó nada de las repeticiones del nombre del protagonista. Repito (¡ja!, ahora sí que repito), jamás señaló la repetición del nombre como algo malo.
De nuevo (para no repetir la palabra repito), sé que tenemos la obligación de obedecer la regla de evitar repeticiones. Pero también recuerdo una lección que leí en un estupendo libro llamado Curso de redacción para escritores y periodistas, de Beatriz Escalante. Dicha lección se llama “El elogio de la repetición”, donde dice que no todas la repeticiones son viciosas o por falta de vocabulario, y que algunas palabras repetidas terminan convirtiéndose en un término de enlace o contribuyen al movimiento rítmico de la narración.
Además, en cuanto a la repetición de los nombre de los personajes, en esa misma lección la autora dice lo siguiente: “Con respecto a los nombres de los personajes de un cuento o una novela, más vale escribir los nombres varias veces para evitar ambigüedades (de quién se habla, a quién se están refiriendo) que castigar al lector con perífrasis innecesarias y absurdas que no tienen más efecto que distraerlo y expulsarlo de la lectura”.
La verdad, la opinión de la chica del taller no me afectó porque ya conocía esa lección del libro de Beatriz Escalante. Aunque no me fue igual con otra de las alumnas, de la cual hablaré en la próxima columna. (A ella también deberían prohibirle el ingreso a los talleres de escritura, digo, por favor.)
Ah, se me olvidaba. Aquella chica intelectual nunca llevó ningún texto para tallerearlo en clase. En la última sesión, donde presentar un texto era ya obligatorio, ella ni se apareció. Hasta la fecha, me pregunto cómo diablos le va a hacer para escribir su novela negra, su novela erótica y su novela infantil si ni siquiera un relato pequeñito pudo llevar.

Mario Ramírez Monroy

11 de agosto de 2012

EL TEATRO INFANTIL NO ES UN SIMPLE JUEGO


La verdad, no sabemos si maldecir o agradecerle a la vida por conocer a una gama de personajes difíciles de creer si no fuera porque los vimos hablar y moverse. Sólo por eso, sabemos que en verdad existieron. 

Un día, en una clase de dramaturgia, vimos una obra extraordinaria para niños llamada El puente de piedras y la piel de imágenes, de Daniel Danis (si algún día la ven anunciada, se la recomiendo). En esa clase, aprendimos que el teatro para niños es algo muy serio, y que no valía las tarugadas que luego montan fusilándose las películas de Walt Disney y demás cosas. Pero no hablaremos de eso, sino de algo más rencoroso.

Dicha clase, me recordó cuando años atrás toqué en una obra de teatro infantil. El productor quería tener un grupo de rock en vivo, y así fue. Y de este productor es de quien quiero hablar. Todo un personaje. Omitiré su nombre porque por un tiempo se portó como buen amigo, hasta que mostró su verdadera cara. También me limitaré a decir sólo algunas cosas que sucedieron durante los ensayos y las presentaciones para hacer menos extensa esta columna; de lo contrario, necesitaría todo el blog.

En primera, este productor nunca hacía casting. El bajista del grupo un día me dijo: “Por lo menos medio nos defendemos tocando, pero te imaginas que tocáramos de la jodida, ¿cómo se iba a enterar si no hace casting?”. Y tenía razón, pudimos haber sido un asco de grupo y aun así nos habría contratado. Lo mismo hacía con los actores; claro que algunos ya los conocía y eran buenos, pero otros resultaron ser un dolor de cabeza.

Yo le ayudé a componer algunas canciones. Y no lo digo con orgullo porque sólo fueron unas pocas, ya que el resto se trataba de fusiles (refritos) de los cuales sólo les cambiamos la letra.
Recuerdo aquel memorable día cuando nos llevamos el escenario, en un camión bien feo, de la casa del productor a un teatro que estaba en el estado de México (la casa estaba en el D.F). A pocas calles, nos detuvo una patrulla. Le pidieron al productor que le enseñara el permiso para llevar esa carga. Por supuesto, el productor no había sacado ningún permiso; así que se iban a llevar el camión a la delegación. Ni modo, pensamos, se arruinó el asunto. Pero más tardamos en asimilar eso cuando el camión salió huyendo a toda velocidad. Se dieron a la fuga. De inmediato la patrulla fue tras ellos. Por suerte, el camión alcanzó a pasar el límite de la ciudad y llegaron al estado, donde los patrulleros del D.F. no podían hacer nada, quienes después de mentárnosla, no tuvieron más remedio que retirarse.

Ya dentro del teatro, también sucedieron cosas. En una función, los bailarines, quienes salían vestidos de pieles rojas, se les ocurrió salir con tanga debajo del taparrabo. Cada vez que levantaban la pierna, las maestras se tenían que santiguar. (Se me olvidaba decirles, las funciones se vendían a escuelas primarias y preprimarias.) En otra ocasión, al productor se le ocurrió tomarse unos “anisitos”, según él, para celebrar porque, en honor a la verdad, a la obra le estaba yendo muy bien en la temporada. Cuando tuvo que dar la primera llamada, ya estaba completamente ebrio.

Estas son sólo algunas de las cosillas que sucedieron en aquella época que tuve la fortuna de vivir, porque después pude escribir una novelita inspirada en esas desventuras que, si no las hubiera vivido, pensaría que son invenciones de alguna mente desequilibrada.

Sin embargo, después de aquella clase, ahora veo muy diferente al teatro para niños. No cualquier inepto es capaz de crearlo.

Mario Ramírez Monroy 

5 de agosto de 2012

JUGANDO A LOS PROMOTORES DE ROCK


Hubo un tiempo en que quise ser músico de rock, pero no hablaremos de eso ni de mi poco talento, sino de unos personajes que conocí en aquel mundo que, a pesar de todo, aún extraño.

Les decían los Chobis (no sé si así se escribe o si ellos lo escribían de otra manera). Eran varios hermanos que se dedicaban a la “promoción” y “organización” de conciertos de rock. La mayoría de las veces, sus eventos podrían tomarse más bien como un sketch de algún programa de Andrés Bustamante; aunque a veces sí les salían más o menos aceptables. Más o menos.

Me contaron que en cierta ocasión, a principio de los noventa, reunieron a muchas bandas importantes en un concierto. Les fue tan bien que hasta se quedaron con dos millones de pesos de ganancia, de aquellos pesos, antes de que le quitaran tres cifras a la moneda (tres mil de ahora, pero en aquellos días era mucho dinero). Los Chobis, los grandes empresarios, en lugar de invertir aquel billete, se lo gastaron en alcohol y fiestas. Sobra decir que no siempre tenían esas ganancias, por el contrario, la mayoría de las veces salían perdiendo.

Yo los conocí cuando tocaba en un grupo, allá por 1992 (nótese que no quiero decir el nombre de aquel grupo). Supuestamente, íbamos a tocar en el Teatro Lírico (o en el de la Ciudad, no recuerdo bien). Yo llegué temprano al Centro, emocionado porque era un edificio importante. La puerta estaba cerrada. Después de un buen rato, llegaron los Chobis. Pero en lugar de dejarnos entrar, se pusieron a discutir con una persona del teatro, afuera, sin entrar. A los pocos minutos, colocaron un letrero (una vulgar cartulina escrita a mano y pegada con duirex) donde decía que el concierto sería en el teatro Ferrocarrilero. Bueno, pensé, no estaba tan mal, era un teatro grande también; nada más habría que darse prisa para llegar a tiempo hasta Tlatelolco. Ya fuera del Ferrocarrilero, tuvimos que esperar a que nos abrieran, y nos dejaran entrar, porque una compañía de actores, ese mismo día, estaba ensayando una obra, y por lógica estaban utilizando el escenario. Por lo tanto, terminamos tocando en el lobby del Ferrocarrilero, en una tarima improvisada.

Les tengo –como debe ser- un poco de rencor porque en un concierto (años más tarde y con otro grupo) no dejaron entrar a mi familia para verme tocar: se habían puesto muy estrictos con la lista de invitados, parece que se les había subido eso de ser “profesionales” porque hasta walky talky usaron para comunicarse (prestados, claro).

Uno de ellos falleció muy joven, víctima del alcohol. Recuerdo que en su funeral, sus hermanos prometieron solemnemente ya no volver a tomar, que habían aprendido la lección. La promesa sólo duró hasta que llegaron a su casa para brindar por él.

La última vez que los vi fue cuando mi grupo y yo teníamos que tocar en Querétaro. Recuerdo que, todavía en el D.F., no se podían mover porque no habían conseguido dinero para cubrir los gastos (creo que alguien les quedó mal o algo así). Su mamá, un tanto angustiada, les insinuó (sólo insinuó) que les podría prestar dinero, pero que era todo lo que tenía para el gasto de la semana. Después de un momento de meditación (unos tres segundos), el Chobi mayor extendió la mano. Como ya dije, después de aquel concierto, no los volví a ver.

Sé que no debería portarme así ya que gracias a ellos muchas personas conocieron a mi grupo, y por supuesto a mí. Pero creo que fueron más las ocasiones en que pude cultivar el rencor. Y qué bueno, porque así, en estos momentos, puedo hablar mal de ellos. No sé si los Chobis aún sigan jugando a ser promotores de rock. Quién sabe, a lo mejor sí. Muchos no tienen más opciones en la vida.

Mario Ramírez Monroy