Hubo un tiempo en que quise ser músico de rock, pero no
hablaremos de eso ni de mi poco talento, sino de unos personajes que conocí en
aquel mundo que, a pesar de todo, aún extraño.
Les decían los Chobis
(no sé si así se escribe o si ellos lo escribían de otra manera). Eran varios
hermanos que se dedicaban a la “promoción” y “organización” de conciertos de
rock. La mayoría de las veces, sus eventos podrían tomarse más bien como un sketch de algún programa de Andrés
Bustamante; aunque a veces sí les salían más o menos aceptables. Más o menos.
Me contaron que en cierta ocasión, a principio de los
noventa, reunieron a muchas bandas importantes en un concierto. Les fue tan
bien que hasta se quedaron con dos millones de pesos de ganancia, de aquellos
pesos, antes de que le quitaran tres cifras a la moneda (tres mil de ahora,
pero en aquellos días era mucho dinero). Los Chobis, los grandes empresarios,
en lugar de invertir aquel billete, se lo gastaron en alcohol y fiestas. Sobra
decir que no siempre tenían esas ganancias, por el contrario, la mayoría de las
veces salían perdiendo.
Yo los conocí cuando tocaba en un grupo, allá por 1992
(nótese que no quiero decir el nombre de aquel grupo). Supuestamente, íbamos a
tocar en el Teatro Lírico (o en el de la Ciudad, no recuerdo bien). Yo llegué
temprano al Centro, emocionado porque era un edificio importante. La puerta
estaba cerrada. Después de un buen rato, llegaron los Chobis. Pero en lugar de
dejarnos entrar, se pusieron a discutir con una persona del teatro, afuera, sin
entrar. A los pocos minutos, colocaron un letrero (una vulgar cartulina escrita
a mano y pegada con duirex) donde decía que el concierto sería en el teatro
Ferrocarrilero. Bueno, pensé, no estaba tan mal, era un teatro grande también;
nada más habría que darse prisa para llegar a tiempo hasta Tlatelolco. Ya fuera
del Ferrocarrilero, tuvimos que esperar a que nos abrieran, y nos dejaran
entrar, porque una compañía de actores, ese mismo día, estaba ensayando una
obra, y por lógica estaban utilizando el escenario. Por lo tanto, terminamos
tocando en el lobby del Ferrocarrilero,
en una tarima improvisada.
Les tengo –como debe ser- un poco de rencor porque en un
concierto (años más tarde y con otro grupo) no dejaron entrar a mi familia para
verme tocar: se habían puesto muy estrictos con la lista de invitados, parece
que se les había subido eso de ser “profesionales” porque hasta walky talky usaron para comunicarse (prestados,
claro).
Uno de ellos falleció muy joven, víctima del alcohol.
Recuerdo que en su funeral, sus hermanos prometieron solemnemente ya no volver
a tomar, que habían aprendido la lección. La promesa sólo duró hasta que
llegaron a su casa para brindar por él.
La última vez que los vi fue cuando mi grupo y yo teníamos
que tocar en Querétaro. Recuerdo que, todavía en el D.F., no se podían mover
porque no habían conseguido dinero para cubrir los gastos (creo que alguien les
quedó mal o algo así). Su mamá, un tanto angustiada, les insinuó (sólo insinuó)
que les podría prestar dinero, pero que era todo lo que tenía para el gasto de
la semana. Después de un momento de meditación (unos tres segundos), el Chobi
mayor extendió la mano. Como ya dije, después de aquel concierto, no los volví
a ver.
Sé que no debería portarme así ya que gracias a ellos
muchas personas conocieron a mi grupo, y por supuesto a mí. Pero creo que
fueron más las ocasiones en que pude cultivar el rencor. Y qué bueno, porque
así, en estos momentos, puedo hablar mal de ellos. No sé si los Chobis aún
sigan jugando a ser promotores de rock. Quién sabe, a lo mejor sí. Muchos no
tienen más opciones en la vida.
Mario Ramírez Monroy
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