Antes
de entrar directamente en este bello texto, me gustaría decirles algo. Esta
columna es una continuación de la anterior, Mentes
Particulares. ¿Por qué? En primera, porque me han preguntado si lo que escribo
es real o no. La respuesta es sí, todo lo que he subido aquí es verdad (una vez
subí un cuento de un actor que ya no cotizaba en la ANDA; el narrador es
inventado, pero el hecho, por desgracia, fue real). En segunda, me dio pena
haberles mandado una columna con tantos errores. Y en tercera, lo que sigue es
el rasgo principal del protagonista de esta historia; no lo escribí la semana
anterior porque sentí que ya había escrito mucho y podría aburrir. Ahora,
continuemos con esta columna.
Así
es, de nuevo hablaré de aquel eximio actor-productor. Un hecho que jamás
olvidaré fue algo que pasó el único día que asistí al “ensayo” de su
prometedora obra. Cuando aquel forito se llenó de aspirantes a actores, el
actor-director nos invitó a sentarnos alrededor de él. (Nos sentamos en el
suelo. El foro tenía asientos elevados, parecido a un teatrito griego, dejando
un círculo plano en el centro. El piso del foro estaba alfombrado, así que
estábamos cómodos.) El actor-productor permaneció de pie. Nos dijo que la obra
se llamaría Mezcal (creo que sí puedo
decirlo ya que nunca se presentó en la realidad; parece que ahora hay una
película rara con ese nombre, pero estoy hablando de los años noventa). Como
dije en la columna pasada, nadie sabía, ni supimos, de qué diablos se trataría
la obra. Pero eso no fue lo peor. Mientras permanecíamos tranquila y
cómodamente sentados en el piso alfombrado, el actor-director hizo algo. Se
quitó los zapatos en medio de todos, y no traía calcetines.
Bueno,
pensé, aquel señor, extravagante como todos los actores, se le antojó
ventilarse los pies y caminar descalzo, al fin que todo el foro estaba alfombrado.
Qué cómodo. A lo mejor le gustaba la onda zen o algo así. A nadie nos habría
importado pero hubo algo muy importante. Le apestaban los pies. Le hedían. El
muy ingrato no sólo se empezó a pasear de un lado a otro, en medio de los pobres
aspirantes a actores sentados a ras del suelo, sino que también elevaba los pies
moviéndolos de manera circular, con los dedos bien abiertos, para refrescarse
mejor. Los pobres actorcitos, quienes tratando de no quedar mal con esa
oportunidad, se tenían que fumar el olor rancio de aquellos pies. Al menos yo
me pude levantar discretamente.
Y
así continuó el martirio mientras duraba aquel bizarro ensayo. Aquellos pies se
balanceaban de un lado a otro, caminando como péndulos criminales, como
asesinos quesos rancios columpiándose en medio de las tiernas narices de
aquellos pobres muchachos, quienes sólo querían conseguir una oportunidad de
participar en una mísera obra mal hecha, para escribir una línea más en su
currículum.
Luego,
el Hombre-Patas (llamémosle así a partir de ahora) subió a la plataforma donde
estaba el grupo de rock (recuerden que también habría música en vivo). Al menos
los músicos tenían la ventaja de estar de pie. Pero entonces -no sé si fue sin
intención, o aquel tipo era un demente-, el Hombre-Patas le pidió al grupo que
improvisaran algo, para así darles una idea de cómo podría ser el tema de la
obra. El grupo empezó a tocar una vuelta de blues y el Hombre-Patas comenzó a
cantar algo ininteligible, donde lo único que se le entendía era: “¡Mezcal!
¡Mezcal! ¡Mezcal!” Además, el muy ingrato se puso a bailar brincando de un lado
a otro al ritmo de la música, pasando sus asquerosos pies por encima de los cables
de los instrumentos, y de paso esparciendo aun más su aroma. Aquella vez sí
creí en Dios, porque ninguno de los que estábamos ahí vomitó.
Como
ya dije en la columna anterior, y para terminar de una vez con este desagradable
capítulo, después de aquella discusión que tuvimos por teléfono, no volví a ver
a aquel personaje, hasta después de algunos meses. A mí me habían corrido de un
grupo donde tocaba; al día siguiente, fui al lugar donde ensayábamos para
recoger mi guitarra. Entonces, cuando regresaba al Metro, a la altura de
Insurgentes y el Eje 2 Norte, escuché que alguien tocaba su claxon con
insistencia. Volví la mirada y, aunque no lo crean –aunque piensen que lo estoy
inventando-, ahí estaba el Patas, detrás del volante de su destartalado coche,
detenido por el semáforo en rojo. Él me sonrió, yo le mandé un saludo con la
mano. Antes de que el semáforo cambiara a verde, me hizo la seña de que le
hablara por teléfono. Yo le dije que sí y siguió su camino. Por supuesto, jamás
volví a llamarlo.
Mario Ramírez Monroy
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