19 de noviembre de 2012

LA UNIVERSITARIA


Continuando con el tema de la FILIJ, aquí les va otra bella anécdota. Hace algunos años, hubo un taller muy pequeño en dicha feria, impartido por un escritor muy importante y famoso, pero no diré su nombre porque me cayó mal. Entre los participantes de aquel taller, había una chica que escribía muy bien (aunque ella pensaba que no era necesario leer ni a Cervantes ni a Shakespeare para ser escritor, pero no hablaremos de eso), también había otra chica recién egresada de SOGEM, un señor bien mamón quien se creía más inteligente que el maestro argumentando que Harry Potter no era literatura (pero al instante el maestro le hizo ver lo equivocado que estaba; el señor mamón se quedó con cara de enojado, aunque ya no habló) y una tipa vestida de hippie medio engreída quien era egresada de la universidad, de la Facultad de Filosofía y Letras, creo que de la carrera de Literatura o algo así. El tallercito sólo duró dos días, así que fue en la segunda sesión cuando todos llevamos un texto para tallerearlo.

Para empezar, el señor mamón ya no regresó; de seguro era un pobre esnob que sólo repetía lo que decían los demás esnobs para sentirse inteligente e intelectual, y que –como muchos- sólo van a enchinchar. La chica que escribía bien llevó un cuento en verdad interesante y original, fue el que más gustó de todos. A mí me fue de la jodida, mi redacción la había hecho con las patas y el maestro lo remarcó, creo que hasta con un poco de odio; además de que destrozó mi historia. La chica egresada de SOGEM llevó un cuento que a mí me gustó mucho, bien escrito, donde hablaba de unos robots que ayudaban a arreglar el jardín del protagonista; sin embargo, la tipa universitaria hizo un comentario muy soberbio e hiriente, asegurando que eso no podía ser un cuento infantil, diciéndolo como si fuera toda una experta y con derecho a criticarlo, tal vez porque ella era la única con título universitario relacionado con las letras. No obstante (qué bello que el destino a veces sí se porta como se debería portar), el siguiente texto que el maestro comentó fue el de ella, la tipa, y dijo que, para empezar, estaba mal redactado, que tampoco lo que escribió era un cuento para niños y, lo que es peor, le dijo que había puesto puntos donde no debía y comas donde tampoco debían estar (?).

Tiempo después, muchas veces escuché que en la universidad no enseñan a escribir literatura, ficción; incluso conocí a alguien que también estuvo en la carrera de letras, y me contó que lo primero que les dijo el maestro en el primer día de clases fue: “Si quieren escribir libros, están en el lugar equivocado. Aquí van a aprender a escribir sobre libros.”

Bueno, está bien, cada quien. Pero lo único que no me explico es, carajo, si esta tipa se la pasó cuatro años estudiando y leyendo muchos libros relacionados a la literatura, ¿no se pudo dar un tiempito para, al menos, echarle un vistazo a algún método sobre las reglas de puntuación? (Ya ni digo un manual de ortografía, porque de seguro se ayuda con el Word.)

Mario Ramírez Monroy

10 de noviembre de 2012

UNA BRUJA MALA DE VERDAD


Cada vez me cuesta un poco más de trabajo pensar en la siguiente columna porque me propuse escribir sólo historias reales, además de que tengan que ver algo con la literatura o la cultura. La culpa es mía, sería más fácil escribir ficción, pero ni modo, a seguirle. Por fortuna, de nuevo apareció un tema para escribir esta bella columna. Bueno, dos temas.
De seguro han visto los spots televisivos donde sabiamente actores y conductores de Televisa y TV Azteca nos aconsejan leer veinte minutos al día. Y nada más. No hay opción de preguntarles oye, ¿por qué no leer sólo diez, o media hora, o dos hora y media, o todo el día? O también, oye, ¿puedo dejar  inconcluso el libro si no me gusta lo suficiente, o por si ya me aburrió? O incluso, no tengo ganas de abrir un libro en estos días; no quiero leer. Todo esto es válido, la lectura no es una obligación ni tampoco una tarea: es un placer. Y creo que, si uno tiene ganas de leer, lo normal sería tomar un libro entre las manos, ¿no? Si no, ¿cómo?
Ahora que está comenzando una nueva versión de la FILIJ (Feria del Libro Infantil y Juvenil), recordé un hecho que pasó en esa misma feria hace algunos años. Estaba caminando y mirando todos los libros que deseaba comprar, pero que sabía que no tendría el suficiente dinero, cuando apareció una maestra guiando a un montón de niñitos bien chiquitos, de seguro eran de preprimaria. Esta chava (ya me conocen, ahora ya no me atrevo a llamarla maestra) se metió al stand anterior de donde me encontraba. Pero apenas habían entrado cuando ya estaban saliendo. Me llamó un poco la atención y me quedé para observarlos.
La chava (por cierto, muy joven) rápidamente guió a los niños para que entraran al stand que estaba frente a mí. Como culebritas, los niños caminaron al lado de los estantes y alrededor de las mesas repletas de libros. Pero lo malo no fue que caminaran tan rápido, sin tener ni madres de tiempo para, al menos, poder observar las portadas, sino que la bella mujer les decía cosas como: “Caminen rápido, camine rápido. No toquen los libros. No toquen los libros (!). Rápido, rápido. ¡Jeshua, no toques ese libro! ¡Wendy, regresa ese libro a su lugar! ¡Kevin, qué es lo que les estoy diciendo!”
Como ustedes intuirán, mi intención no fue mostrarles que a los nuevos padres no les gusta ponerle a sus hijos nombres mexicanos, sino que no era posible que una maestra, joven, supuestamente la eterna esperanza de México, les prohibiera tocar los libros. ¿Así cómo carajos se les va a fomentar el gusto por leer? Entre ese tipo de “maestras”, los promocionales hechos por personas que ni leen y las personas que obligan a sus hijos a leer, como si se tratara de un deber o una tarea, preferiría que a alguien se le ocurriera empezar una campaña para prohibir la lectura, así nos daría curiosidad abrir un libro, y descubrir un placer gustoso, casi como si fuera un vicio, un bello pecado; algo que en verdad lo hacemos porque nos gusta.
Hace tiempo que no asisto a la FILIJ. No sé si las maestras sigan comportándose igual. Y luego dicen que las brujas malas, quienes destruyen la vida de los niños, no existen.

Mario Ramírez Monroy

4 de noviembre de 2012

LA PÁGINA NO EN BLANCO


Yo no le tengo miedo a la página en blanco sino a lo que sigue. Varias veces, después de escribir un párrafo que me gusta, me quedo completamente bloqueado pensando que el siguiente párrafo o la siguiente página no quedará tan bien como la anterior. Parecería que lo que tengo en mente para continuar ya no me parece tan coherente o verosímil, y eso me impide seguir escribiendo.

En mi muy poca experiencia, he tenido casos en que mis historias terminan siendo malas. Ya van dos novelas que tiro a la basura. Una fue la primera, con la que me animé a empezar a escribir, la cual –a pesar de que después tomé clases de estructuras narrativas- nunca pudo ser una historia coherente y verosímil; la reescribí, la reescribí, la volví a reescribir y la seguí corrigiendo siete veces y nunca quedó. Tal vez el problema fue que, a pesar de todo, siempre traté de mantener la “historia original”, que más bien siempre fue un capricho. Así gasté casi siete años de mi vida dedicándole todo a una historia que pensé podría gustarle a mucha gente.

Como una pequeña pausa a mi rencorosa manera de ver la vida, quisiera decirles que uno de los libros que más me han ayudado para planear mis historias es uno llamado El viaje del escritor, de Christopher Vogler, donde te explica de manera muy padre, y hasta con ejemplos de películas, las partes que componen la estructura de una narración. El libro te sugiere, por si te estancas, qué curso podría tomar tu historia para que nunca decaiga el suspenso. Muy bonito. Pero continuemos con mi rencorosa suerte.

La segunda novela que tiré tiene una peor anécdota. En primera, la escribí muy rápido, en menos  de un mes. El motivo fue que quería meterla en un concurso de literatura infantil. Cuando decidí escribirla, pensé que aún faltaban unos cinco meses para que cerraran la convocatoria. Sin embargo, al ver la página, me di cuenta de que sólo me quedaba poco más de un mes. Como ya tenía paneada la historia en la cabeza, con personajes y todo, pues me dije “va, en caliente, la escribo”. Me aventé un capítulo por día, fueron diecisiete. En menos de un mes, tuve una nueva novela. No pudo quedar más nefasta.

Parecía un programa de la Rosa de Guadalupe, o algo peor. Luego (cuando obviamente no ganó), decidí revisarla y reescribirla porque me seguía gustando al idea y también sus personajes. Después, me cayó la oportunidad de escribir un guión de cine. De nuevo tenía muy poco tiempo y –claro, ahí va el idiota- pensé que mi historia podría quedar excelente para dicho guión. Y aquí viene un segundo libro que leí para -según yo- poder manejar bien el lenguaje cinematográfico: El libro del guión (creo que se llama así: ya no lo tengo) del famosísimo Syd Field.

En realidad, no es una mala lectura, muy al contrario. El método Syd Field –según yo- es un buen complemento para aprender estructuras. Es muy al estilo de las películas gringas, muy cuadradas, sí, pero a la vez de ahí podemos jugar con ello y planear una historia con un poco más de libertad, porque ya conocemos los pasos. Sin embargo (me tenía que pasar a mí [perdón por el yoísmo, ya me parezco a un nefasto “animador” cincuentón que se cree joven]), a mí se me ocurrió seguir al pie de la letra aquel método para escribir mi guión de cine basado en mi novela.

Y ahí me tienen, dividiendo mi relato según los cánones de Syd Field, para que así vieran que conocía a la perfección la técnica de cine, quitando y agregando cosas a la historia, y que las escenas coincidieran con el número de la página que le tocaba según el método, para que fuera una genial adaptación al cine, y para que todos me dijeran ¡guau, qué bien escribes! Pero pus nomás no salió. Tan sólo me gané las risas de todos, diciendo que escribía cosas muy chistosas y que me extendí mucho en el final, el cual pudo haber terminado antes. (La verdad, yo también sentía eso del final, pero me aferré al pinche método de Syd Field, y por eso quedó así.) En aquel taller aprendí que ellos ni de broma seguían ese método.

Por si esto fuera poco, como no conozco toda la técnica de escritura de guión de cine, se me ocurrió escribir mal una descripción donde quería narrar algo del tiempo, y que me cagan. La verdad, me dio más coraje porque, desde el principio, le había caído mal al maestro del taller. Le caí mal porque me veía como un intruso dentro del selecto grupo de escritores de cine. Le caí mal porque era de esos graciositos que siempre decían chistes, para que todos se rieran festejándole su ingenio. Como yo casi no me reía (no le encontraba mucha gracia y, por desgracia, soy muy honesto), pues más mal le caí, y eso se veía en su trato. Además, aquel tipo no sabía nada de ortografía (?). Después de aquel nefasto día, dejé el taller. Y tiré el método de Syd Field a la basura.

Eso fue la gota para que mandara todo al diablo y para prometerme que jamás volvería a intentar escribir guión. También me prometí leer con más atención a los buenos escritores antes de atreverme a comenzar una nueva novela, para así escribir cosas no tan malas después de continuar más allá de la página en blanco. Y, sobre todo, dedicarme sólo a la narrativa y olvidarme para siempre del cine. De todas maneras, creo que ni industria hay.

Mario Ramírez Monroy