Yo
no le tengo miedo a la página en blanco sino a lo que sigue. Varias veces,
después de escribir un párrafo que me gusta, me quedo completamente bloqueado
pensando que el siguiente párrafo o la siguiente página no quedará tan bien
como la anterior. Parecería que lo que tengo en mente para continuar ya no me
parece tan coherente o verosímil, y eso me impide seguir escribiendo.
En
mi muy poca experiencia, he tenido casos en que mis historias terminan siendo
malas. Ya van dos novelas que tiro a la basura. Una fue la primera, con la que
me animé a empezar a escribir, la cual –a pesar de que después tomé clases de
estructuras narrativas- nunca pudo ser una historia coherente y verosímil; la
reescribí, la reescribí, la volví a reescribir y la seguí corrigiendo siete
veces y nunca quedó. Tal vez el problema fue que, a pesar de todo, siempre
traté de mantener la “historia original”, que más bien siempre fue un capricho.
Así gasté casi siete años de mi vida dedicándole todo a una historia que pensé
podría gustarle a mucha gente.
Como
una pequeña pausa a mi rencorosa manera de ver la vida, quisiera decirles que
uno de los libros que más me han ayudado para planear mis historias es uno
llamado El viaje del escritor, de Christopher
Vogler, donde te explica de manera muy padre, y hasta con ejemplos de
películas, las partes que componen la estructura de una narración. El libro te
sugiere, por si te estancas, qué curso podría tomar tu historia para que nunca
decaiga el suspenso. Muy bonito. Pero continuemos con mi rencorosa suerte.
La
segunda novela que tiré tiene una peor anécdota. En primera, la escribí muy
rápido, en menos de un mes. El motivo
fue que quería meterla en un concurso de literatura infantil. Cuando decidí
escribirla, pensé que aún faltaban unos cinco meses para que cerraran la
convocatoria. Sin embargo, al ver la página, me di cuenta de que sólo me
quedaba poco más de un mes. Como ya tenía paneada la historia en la cabeza, con
personajes y todo, pues me dije “va, en caliente, la escribo”. Me aventé un
capítulo por día, fueron diecisiete. En menos de un mes, tuve una nueva novela.
No pudo quedar más nefasta.
Parecía
un programa de la Rosa de Guadalupe, o algo peor. Luego (cuando obviamente
no ganó), decidí revisarla y reescribirla porque me seguía gustando al idea y
también sus personajes. Después, me cayó la oportunidad de escribir un guión de
cine. De nuevo tenía muy poco tiempo y –claro, ahí va el idiota- pensé que mi historia
podría quedar excelente para dicho guión. Y aquí viene un segundo libro que leí
para -según yo- poder manejar bien el lenguaje cinematográfico: El libro del guión (creo que se llama
así: ya no lo tengo) del famosísimo Syd Field.
En
realidad, no es una mala lectura, muy al contrario. El método Syd Field –según
yo- es un buen complemento para aprender estructuras. Es muy al estilo de las
películas gringas, muy cuadradas, sí, pero a la vez de ahí podemos jugar con
ello y planear una historia con un poco más de libertad, porque ya conocemos
los pasos. Sin embargo (me tenía que pasar a mí [perdón por el yoísmo, ya me
parezco a un nefasto “animador” cincuentón que se cree joven]), a mí se me
ocurrió seguir al pie de la letra aquel método para escribir mi guión de cine
basado en mi novela.
Y
ahí me tienen, dividiendo mi relato según los cánones de Syd Field, para que
así vieran que conocía a la perfección la técnica de cine, quitando y agregando
cosas a la historia, y que las escenas coincidieran con el número de la página
que le tocaba según el método, para que fuera una genial adaptación al cine, y
para que todos me dijeran ¡guau, qué bien escribes! Pero pus nomás no salió.
Tan sólo me gané las risas de todos, diciendo que escribía cosas muy chistosas
y que me extendí mucho en el final, el cual pudo haber terminado antes. (La
verdad, yo también sentía eso del final, pero me aferré al pinche método de Syd
Field, y por eso quedó así.) En aquel taller aprendí que ellos ni de broma
seguían ese método.
Por
si esto fuera poco, como no conozco toda la técnica de escritura de guión de
cine, se me ocurrió escribir mal una descripción donde quería narrar algo del
tiempo, y que me cagan. La verdad, me dio más coraje porque, desde el principio,
le había caído mal al maestro del taller. Le caí mal porque me veía como un
intruso dentro del selecto grupo de escritores de cine. Le caí mal porque era
de esos graciositos que siempre decían chistes, para que todos se rieran
festejándole su ingenio. Como yo casi no me reía (no le encontraba mucha gracia
y, por desgracia, soy muy honesto), pues más mal le caí, y eso se veía en su
trato. Además, aquel tipo no sabía nada de ortografía (?). Después de aquel nefasto
día, dejé el taller. Y tiré el método de Syd Field a la basura.
Eso
fue la gota para que mandara todo al diablo y para prometerme que jamás volvería
a intentar escribir guión. También me prometí leer con más atención a los
buenos escritores antes de atreverme a comenzar una nueva novela, para así
escribir cosas no tan malas después de continuar más allá de la página en
blanco. Y, sobre todo, dedicarme sólo a la narrativa y olvidarme para siempre
del cine. De todas maneras, creo que ni industria hay.
Mario Ramírez Monroy
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