En
2010 estuvieron a punto de publicarme en la colección de una editorial muy
conocida. Hubo un concurso donde el premio consistía en la publicación del
manuscrito. Mi texto estuvo entre los ganadores. Pero decidí no publicar. Aquí
está la historia.
Dicho
de manera escueta, en 2003 escribí lo que –según yo- sería mi primera novela.
Quedó desastrosa. La reescribí. La volví a reescribir y así pasaron siete años.
Me metí en algunos talleres y cursé el diplomado en una escuela con el único
objetivo de aprender a escribir, para que mi novela quedara bien. En esta
última escuela, pude enseñarles los primeros capítulos en una clase a mis
compañeros, donde a algunos les gustó y otros se adornaron dando su opinión.
Aunque tengo que admitir que, con el tiempo, me di cuenta de los tremendos
errores tan garrafales que tenía mi historia; antes no me daba cuenta. Pero
sigamos con mi pena.
Cuando
dejé la escuela, una maestra leyó dos veces mi texto. La primera vez le gustó,
pero en la segunda le encontró muchos errores. Después entré en un taller con
una maestra muy afamada y ganadora de muchos premios, donde aprendí mucho. De
nuevo, la volví a reescribir para mandarla a un concurso. Lo perdí. Al año
siguiente, lo mandé a otro concurso. Igual. Entonces, como ya dije, en 2010 por
fin recibí una respuesta positiva. Yo estaba feliz. Me dijeron que la querían
pero con cambios, remarcando esta
condición en mi correo electrónico. No me importó, yo lo que quería era ser
publicado. Pero el problema fue cuando supe todo lo que tenía que cambiar.
Y
la verdad, no fueron los cambios que tenía que hacerle, sino que, por fin, me
di cuenta de lo mal escrita que estaba, de que me la pasé escribiendo más que una historia, un capricho, donde la
lógica y la coherencia no estaban presentes. Mi personaje, a pesar de que
ya sabía que tenía que evolucionar, casi no tenía cambios, y los cambios fueron
puestos casi con calzador, al igual que todo lo que pasa en la trama. Me
dijeron que en el final se me caía toda la historia porque (sí, lo admito, yo
mismo ya lo había presentido) no había un final concreto propiamente dicho,
sino que le puse tres finales porque –según yo- tenían que ser de ese modo,
para que así se entendiera toda la historia, para que ya no quedara ningún
misterio sin develar. Y ese comentario fue lo que me hizo pensar en otra cosa:
mi historia era un exceso de excesos.
También
me dijeron que uno de mis personajes (el que, irónicamente, yo estaba seguro de
que sería un personaje entrañable) resultaba ser tan molesto por su manera de
hablar y comportarse que los de la editorial dijeron que caía mal el escritor,
no el personaje, sino el escritor (¡uf!, directo al ego). Y para rematar,
dijeron que el título era ya en sí un lugar común: en el título estaba la
palabra atrapasueños.
Después
de todo esto, me pregunté pues qué carajos le vieron para aceptarla, si más de
la mitad no servía. Intenté tomar fuerza y dedicarme a hacerle los cambios,
diablos, era mi oportunidad de que me publicaran, y en una editorial grande.
Pero (como si los hilos que siempre han movido mi vida volvieran a dar lata)
decidí no publicarla. Por fin me había dado cuenta, y aceptado, que mi historia
siempre estuvo mal planeada desde el principio. Las clases que tomé no
sirvieron mucho porque yo seguía aferrado en, repito, mis caprichos que quise poner a
fuerzas en mi historia. Yo estaba estúpidamente aferrado en que mi novela
era buenísima, y que la gente no me comprendía, no la entendía. Cada vez que me
la rechazaban, yo me aferraba más y más. Fue hasta que alguien me la aceptó
para darme cuenta de la realidad.
Lo
pensé mucho, en verdad, pero no quería que mi primera novela fuera una historia
así de mala. Era mi carta de presentación, y así nadie me tomaría en serio
cuando sacara una segunda publicación. (Además, esa historia ya estaba bien
quemada.) En aquella época, acababa de escribir otra novela, la cual hasta la
fecha le tengo mucha confianza. Se me ocurrió mandársela a la editora para que
la leyera y así, en lugar de publicarme la del “atrapasueños”, me publicaran la
nueva, y final feliz, como en las películas. Pero por desgracia acababa de
entrar en la vida real. La editora me dijo que ya había recibido el manuscrito
nuevo, pero que nadie la leería; y que si en verdad quería publicar, tendría
que corregir la anterior, la cual ya
había tenido el dictamen positivo.
Le
mandé a la editora un correo donde le daba gracias por el tiempo que se tomaron
por leer mi manuscrito y por haber escogido mi novela, pero que decidí no
publicarla. Por supuesto la editora se enojó (de seguro en su mente a de
haberme dicho de jijo pa arriba), pero fue más fuerte mi maldito orgullo para
no darme a conocer con esa historia tan mala. Y aquí el idiota pensó que, como
ya había llamado la atención, de seguro, a partir de ahora, a todos mis
trabajos les pasaría lo mismo. Pero hasta la fecha sigo esperando.
De
seguro pensarán que hice una estupidez. Pues sí. No sé si mi retorcida visión
del mundo es la que me hace caminar siempre hacia los senderos equivocados o de
plano nací idiota. Cada vez estoy más convencido de que mi vida siempre ha sido
una broma pesada.
Moraleja:
no hagan lo que hace la gente pendeja.
Mario Ramírez Monroy
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